Amanece al fin. Con una cuota de regocijo, mis ojos recorren
los espacios que va develando la luz. La espesa blancura invade escondites y tímidamente se hace cálida en mi
pecho y en mi cuerpo. La calle emite sus primeros murmullos; el mundo ha despertado y con él, los sueños se
diluyen en la memoria del olvido.
Ciertamente ha llegado el Otoño. Hay un tono grisáceo en las
expresiones de las personas y en las cosas, pero a mí me gusta que el viento juegue
con mi pelo y que, antojadizo, se cuele por esos pequeños escondrijos que
separan el exterior del interior. El otoño trae a mí, en forma inevitable, esa
sensación de pérdida y renovación. Perfecta alineación del Universo que sé, me hace ser quien he sido hasta ahora. Me
observo, en aparente silencio, y me pregunto muchas veces quién seré. Busco dentro
de mi misma y me encuentro sin miedo a mi sombra y a lo que refleja el espejo.
Soy.
Sólo un momento, ése íntimo y apresurado. Pecho cálido y
desnudo, amante y sosegado. Simplemente una mujer en su fragilidad más pura y
femineidad absoluta; también, fortaleza
resquebrajada, pero latente, siempre presente.
El otoño pierde color y hojas que barre con el viento. Deja que se lleven su
hermosura, naturalmente, sin prejuicios ni reclamos. El otoño es una lección
que aprender. Una lección de humildad, sosiego y esperanza. Porque vendrán días
más coloridos, sólo se debe esperar y con paciencia infinita, mirarnos hacia
dentro y dejar que todo estalle, se nuble y hasta desaparezca para
transformarse en una renovada belleza.
Mayo es así y lo dejo ser en mi corazón y sentidos. Vivo su
otoño y espero otro, otros que vendrán, estoy segura, seguidos de alegres
primaveras y ardientes veranos. Mientras tanto, me arropo con un abrigo y caliento mis manos
con un cálido té. Dejo que la Luz espese todo, tanto, que pueda tocar con mis
dedos las palabras que quedaron flotando en el aire y que juego a atrapar, para
seguir inventándome y recobrar con ellas los paraísos perdidos de mi historia.
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